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«Una Corte para el Rey Cólera», ilustración satírica para la revista Punch, 1852. Las condiciones sociosanitarias del Londres victoriano fueron el caldo de cultivo perfecto para el virulento brote de cólera de Broad Street de 1854. Fuente: Wikimedia Commons.

El agua en la que previamente se habían lavado los pañales de la niña se mezclaron con el agua potable que saldría después por un surtidor al que muchísimas personas iban a coger agua para su consumo, e intestino a intestino, los vibrios fueron ganando en virulencia y consiguieron acabar, en pocos días, con el jolgorio y el bullicio de las calles del Soho. Nunca se habían registrado tantas muertes en tan poco tiempo.

El Londres victoriano, una corte para el rey cólera

La infraestructura pública isabelina que se seguía manteniendo en aquel Londres victoriano no ayudaba a una población que crecía a pasos agigantados. La falta de conocimiento científico y médico característicos de aquella época tampoco. El acúmulo de basuras y excrementos en las calles, el uso de excrementos animales (de perros y palomas, especialmente) en oficios como las curtidurías, la venta de harapos sucios recogidos del río, los desbordamientos frecuentes que se producían de los pozos negros donde descargaban, entre otros, los cada vez más frecuentes inodoros de las clases acomodadas, los cientos de cadáveres en descomposición en fosas que se descubrían frecuentemente, tampoco.

Ya había habido otras epidemias en aquel siglo y muchos pacientes habían fallecido, pero aquello era algo que los londinenses jamás habían visto. No faltaban charlatanes de todo tipo que aseguraban tener el remedio infalible para curar la enfermedad y burlar la muerte, recomendando incluso aquello que empeoraría la enfermedad como, por ejemplo, la toma de alcohol, laxantes, o incluso láudano. Estos remedios salían con gran alborozo, negligencia e insistencia en los periódicos o magazines y tenían como objetivo engordar la lista de pacientes (y con ello las monedas en el bolsillo) tanto de médicos con conocimientos estancados y sin interés por el progreso como de rufianes sin escrúpulos. La salud y el avance no eran los grandes perseguidos en esta época. Como excepción a esta regla, un médico de origen humilde y con gran sentido crítico y de análisis, observaba a los enfermos, las zonas en las que se desarrollaba cada nuevo brote y recogía muestras de agua para su estudio al microscopio para intentar llegar al trasfondo de la enfermedad para mejorar la supervivencia y mitigar el dolor que causaba a los que la padecían.

John Snow recorría con asiduidad las calles del Soho, especialmente cuando un nuevo brote se había producido. En contra de la teoría que defendía que algún tipo de humor que se encontraba por el aire producía la enfermedad (la conocida teoría miasmática), Snow comenzó a observar que la enfermedad podía matar a un familia entera, pero que respetaba a la familia del edificio de al lado. Que no solo afectaba a la clase más humilde, sino que a veces las respetaba y se cebaba con clases más pudientes. Empezó a convencerse de que lo que fuera que provocara aquello se encontraba en el agua, por lo que en sus expediciones siempre acaba en los distintos surtidores de las zonas en las que se producían los brotes para poder compararlas entre sí. El surtidor de agua de Broad Street era el más codiciado. El que emitía un agua clara sin el hedor de otros surtidores. Y, sin embargo, alrededor de dicho surtidor, los cadáveres se contaban por docenas, ¿por qué?

A su vez, empezó a reunirse con William Farr, médico que en aquella época se encargaba de diferentes tipo de registros, entre ellos los de las defunciones. Farr se dio cuenta de la importancia de mejorar la calidad de los registros, comenzando a ser más exhaustivo y recogiendo muchas más variables que pensaba serían de gran ayuda en algún momento. Y ese momento llegó. Se dirigió a los colegios y congregaciones de médicos, cirujanos, farmacéuticos y les instó a que recopilaran datos como el nombre, los apellidos, fecha de nacimiento y defunción y el motivo del deceso. También la calle en la que vivían. Comenzó a realizar una serie de estadísticas que hoy día nos parecen básicas. Con todo esto se podían estudiar patrones de enfermedad y esto es lo que consiguió ver Snow en los famosos registros de Farr.

No puedo olvidarme de Henry Whitehead, joven reverendo al que la enfermedad, su comportamiento y la cantidad de fallecimientos obsesionó y marcó profundamente. Se dedicó a recorrer las calles durante esa batalla campal con la muerte visitando a los enfermos, a los escasos que parecían recuperarse y a los que agonizaban en silencio en espera del aliento final.

Whitehead creía que el brote era obra del Señor, estando más de acuerdo en aquel momento con la teoría miasmática. La teoría que aquel médico promulgaba a los cuatro vientos intentando hacerse escuchar le parecía un sinsentido, aunque reconocía que era posible que el agua jugara algún tipo de papel en la infección.

Como he comentado previamente, la situación de salud y limpieza de las calles londinenses en aquella época eran poco menos que deplorable. Las toneladas de excrementos se acumulaban por doquier, animales de todo tipo convivían con los humanos en espacios reducidos, incluidos animales de granja como vacas, cerdos, gansos, etc., el agua de los surtidores rara vez era cristalina y el hedor asfixiante de las calles lo envolvía todo como una niebla espesa. Edwin Chadwick, reformista social, realizó labores de inspector de cloacas a final de la década de los 40 y un interesante estudio sobre la higiene de las clases obreras en 1842. Además, concibió ciertas ideas que impulsó fervientemente y que hoy nos parecen básicos: defendía que el Estado debía velar por la salud y por el bienestar de la población, haciendo especial hincapié en las clases más desfavorecidas; realizar una importante inversión en renovar infraestructuras y para la prevención de enfermedades y que la resolución de problemas sociales fuera un tema centralizado. Sin embargo, sus creencias limitantes en otros aspectos jugaron un papel decisivo y terrible en esta epidemia de cólera: como muchos, pensaba que el origen de todo mal y enfermedad se encontraba en el hedor de las calles. Por ello, se decidió a acabar con la basura y las ingentes cantidades de excrementos que se acumulaban en calles y casas y qué mejor que eliminarlo todo tirándolo al que hasta entonces había sido un río de agua impecable en el que se pescaban maravillosos salmones: el Támesis, que acabó convertido en uno de los ríos más contaminados del mundo, ayudando realmente a enfermar y envenenar a la población.

En busca del origen

A principios de septiembre de 1854 y con una gran cantidad de cadáveres detrás, Snow se presentó ante la Junta de Gobernadores de St. James con todos sus datos y registros con intención de hacerse escuchar y de que pudieran considerar al surtidor de Broad Street como el origen de la muerte de tantos vecinos logrando que al día siguiente inhabilitaran la palanca del mismo. “Aquello” ya no podría salir a las calles del Soho para seguir matando a los londinenses. Aunque para aquel entonces el número de contagios y defunciones ya había comenzado su descenso, la condena del surtidor fue un punto categórico si bien fue una victoria parcial puesto que en la mente de aquellos ilustres exaltados, el origen real seguía siendo el mismo, algún tipo de miasma, por lo que las investigaciones que se fueron iniciando no se realizaban con la exhaustividad que hubiera requerido dicha situación.

Por su lado, el reverendo Whitehead seguía su incansable acompañamiento a los dolientes. Rechazó fervientemente la inhabilitación del surtidor de Broad Street. Él mismo había bebido agua de aquel surtidor y no había caído en la trinchera de la enfermedad por lo que se comprometió con ahínco a refutar la teoría de Snow.

La Junta Parroquial de St. James decidió crear un comité para seguir investigando el asunto y qué mejores miembros, entre otros, que aquel joven reverendo y el médico que tanto había estudiado los casos. Si bien ambos tenían diferentes orígenes, creencias y posturas en cuanto al brote, se dieron cuenta de algo fundamental. Ambos estaban en el mismo barco y debían remar hacían el mismo puerto. Aprovechando el acercamiento y conocimiento que el religioso tenía sobre los vecinos, comenzó a estudiar los patrones de consumo de agua de los supervivientes (ausencia importante en el estudio de Snow). Al final del estudio, Whitehead tuvo que reconocer su error: el hecho de haber bebido agua del surtidor de Broad Street multiplicaba por siete la probabilidad de haber contraído la enfermedad. La siguiente pregunta que rondaba la cabeza del reverendo era: ¿cómo había llegado “aquello” al agua?

La Junta de Pavimentación había realizado un estudio declarando que no habían hallado grieta o defecto alguno que permitiera poner en contacto las cloacas o desagües con el agua potable del pozo destinada para consumo de aquel surtidor. Whitehead pensó que, si esto era cierto, el agente causante debía haberse introducido desde el exterior, por lo que fácilmente podía deducirse que había existido un primer individuo, el caso índice a partir del cual habían enfermado todos los demás tras haber contaminado el agua. Recurrió a los registros de Farr y a la Oficina de Registro General. Y allí encontró algo: el fallecimiento de una lactante de cinco meses tras un cuadro de cuatro días de diarrea en el 40 de Broad Street a finales de agosto.

Tras entrevistar a la madre de la niña, Sarah Lewis, Whitehead comenzó a encajar las piezas de aquel tétrico puzle. Sarah había lavado los pañales de la niña en un cubo con agua que después había vertido en un fregadero que se encontraba en el patio trasero de la vivienda, pero después, comenzó a vaciarlos en un pozo negro que quedaba en el sótano, situado en la zona delantera de la casa. El reverendo se dio cuenta de que cada vez veía con más claridad la teoría de Snow que con tanta obstinación había intentado impugnar meses atrás. Una vez comentados estos antecedentes al resto del comité, decidieron volver a inspeccionar tanto el pozo de Broad Street como el pozo del sótano de la casa donde vivía Sarah Lewis. Este último estaba lleno de defectos, con unas paredes en muy mal estado, cuyos ladrillos se desprendían con suma facilidad y había ido formando una especie de lago con excrementos humanos que contactaba claramente con el pozo de agua para consumo, contaminándolo y de ahí, los intestinos de los vecinos que inocentemente bebían aquel agua. El propio marido de Sarah, Thomas, contrajo la enfermedad el mismo día de la inutilización de la palanca del surtidor, falleciendo once días después, el 19 de septiembre.

Todo esto tiraba por fin por tierra la teoría miasmática con el olor de las calles, las condiciones meteorológicas, las clases sociales, la calidad de la higiene de las viviendas, etc. La única explicación plausible era la contaminación del pozo de agua para consumo de Broad Street.

Mapa original dibujado por el Dr. John Snow (1813-1858), médico inglés precursor de la epidemiología, que muestra los casos de cólera en la epidemia ocurrida en Londres en 1854. Los puntos muestran la localización de las personas afectadas por beber agua de los pozos (cruces).

Mapa original dibujado por el Dr. John Snow (1813-1858), médico inglés precursor de la epidemiología, que muestra los casos de cólera en la epidemia ocurrida en Londres en 1854. Los puntos muestran la localización de las personas afectadas por beber agua de los pozos (cruces). Fuente: Wikimedia Commons. 

Snow terminó de dar forma a su mapa sobre el brote de Broad Street que había empezado meses atrás. Este mapa reflejaba algo más que la destreza cartográfica del médico. Plasmaba la ciencia que se encontraba en cada trazo, el estudio, dedicación y compromiso por el avance y el conocimiento. Modificó su versión añadiendo los datos que había recogido Whitehead sin haber tenido conocimientos ni de medicina, ni de prevención ni estadística y lo completó a posteriori con un diagrama de Voronoi para hacer más visible la relación de proximidad entre las viviendas de los afectados y el surtidor de Broad Street. Pero este magnífico trabajo no tuvo el impacto inicial que realmente debió tener. Los miasmáticos seguían sin pudor alguno intentando cuadrar sus teorías desdeñando de paso el trabajo de Snow-Whitehead.

El legado del brote de cólera de Londres de 1854

En junio de 1858 una oleada de calor hizo que las calles se inundaran nuevamente con devastadores y vomitivos olores. Lo llamaron el “Gran Hedor” y, pese a ello, los índices de mortalidad no aumentaron, por lo que la teoría miasmática se venía nuevamente abajo.

Desgraciadamente, Snow no pudo participar esta vez en la observación de las teorías para poder publicar sus escritos en periódicos o revistas. Falleció a mediados de aquel mes de junio a causa de un derrame cerebral a la edad de 45 años.

Gracias a las protestas que hubo ante aquella rocambolesca situación que invadía Londres, tuvo comienzo un plan arquitectónico para evitar el vertido de aguas residuales al Támesis, construyendo un sistema de alcantarillado que fuera capaz de recoger dichas aguas y las superficiales y canalizarlas lejos del centro de Londres. Dicha red de 132 kilómetros de alcantarillado estuvo lista para funcionamiento en 1865 y fue gracias al ingeniero Joseph Bazalguette.

Sin embargo, los retrasos que fueron sufriendo algunos de los tramos del alcantarillado supusieron un papel decisivo en el nuevo brote de cólera que se desarrolló en junio de 1866 acontecido en Bromley-by-Bow. Para los últimos días de agosto se contaba con más de cuatro mil fallecidos en las zona del East End. Snow ya no podía iniciar las rondas de investigación, pero William Farr se decidió a tomar el testigo trayendo a su memoria los estudios de su colega y se dispuso a realizar de forma rigurosa tanto los registros como los patrones de consumo de agua en función de las líneas de suministro. No había lugar a dudas. La inmensa mayoría de los fallecidos, el 93%, consumieron agua proporcionada por la East London Water Company. Alarmado, Farr se puso en contacto con Bazalguette que le confesó que la red de alcantarillado de la zona este no estaba aún completada.

En este punto, se encargó al epidemiólogo John Netten Radcliffe investigar este nuevo brote. Tras leer las memorias de Snow y Whitehead, decidió ponerse en contacto con este último, llegando a descubrir varias actuaciones negligentes de la compañía que hicieron que el agua se contaminara con agua procedente del río Lea. Por fin las investigaciones y trabajos de Snow recibieron el reconocimiento que tanto merecían.

Saltando en el tiempo y cayendo en 1883, podemos encontrar a Robert Koch consiguiendo aislar el Vibrio cholerae mientras trabajaba en Egipto gracias a haber puesto en práctica el descubrimiento de Pacini de hacía tres décadas y que, como tantos otros, fue enterrado en el olvido de la ignorancia. Este momento consiguió prácticamente sepultar del todo a la teoría miasmática para cederle el podio a la teoría microbiana.

Todo esto nos enseña que no importa lo diferentes que seamos. Las opiniones o creencias que tengamos. No importa si somos de origen humilde o de clases económicamente más pudientes. No importa el nivel cultural, ni la ideología política o la religión. Ante la enfermedad y la muerte todos somos iguales y el estudio, progreso y avidez de conocimiento son las base para conseguir el avance necesario como especie y para procurarnos una salud y una calidad de vida que hace poco menos de 200 años eran impensables.

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Este artículo corresponde al VI Concurso de Microensayo Histórico Desperta Ferro. La documentación, veracidad y originalidad del artículo son responsabilidad única de su autor.

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